La protección jurídica en la pandemia

 

 

Resumen

Este artículo busca explorar las condiciones en las que se encontraba el orden jurídico mexicano, hacia principios del 2020, para enfrentar la pandemia por Covid-19. Considera, igualmente, lo que en el ámbito jurídico llevaron a cabo las autoridades para enfrentarla y proteger a la población nacional.

I

Comencemos con una pregunta básica: ¿qué es lo que las autoridades de Estado mexicano –a nivel federal, municipal y local— debieron haber hecho en un proceso de pandemia como el que estamos viviendo por Covid-19? La respuesta evidente es haber logrado que los habitantes del territorio bajo su jurisdicción tuvieran la mayor protección posible. Esto, que desde luego parecería obvio, tiene una limitación o un cauce de ejercicio. Las autoridades públicas únicamente pueden hacer aquello que las normas jurídicas expresamente les autorizan. Dicho de otra manera, por más que supongan que tal o cual curso de acción sería mejor o peor para proteger a la población, sus acciones tienen que ajustarse a lo previsto por las normas jurídicas.

Los órdenes jurídicos modernos tienen sus modos de organización. Por una parte, son conjuntos normativos estructurados de manera jerarquizada, de modo tal que unas normas –consideradas por ello superiores— determinan las condiciones de creación de otras –llamadas, por ello, inferiores—. Por otra parte, existe la posibilidad de que, salvo por ciertas condiciones excepcionales, puedan crearse nuevas normas para enfrentar situaciones novedosas. Este breve señalamiento nos coloca en una doble condición respecto de cualquier mal que pueda afectar a la población de los países.

Al inicio de una pandemia o de algún desastre natural, el Estado suele disponer de las normas necesarias para hacerles frente. De presentarse niveles máximos de estas condiciones, se acude a los mecanismos de suspensión de derechos denominados estados de alarma, emergencia, excepción o sitio. Igualmente, pero de manera menos radical y a modo de ejemplo, los órdenes jurídicos cuentan con mecanismos como la imposición de cuarentenas, el decomiso de bienes o el desalojo de viviendas.

Importa destacar, para evitar confusiones, que las normas previstas para casos de este tipo están establecidas de manera general y abstracta, requiriendo de posteriores actos de autoridad para actualizarlas. Si, como sucede con lo que dispone el artículo 29 de la Constitución Política de nuestro país, se enfrentara una situación que pudiera poner a la sociedad en grave peligro, el Presidente de la República, los Secretarios de Estado, el Fiscal General de la República y las Cámaras de Diputados y Senadores del Congreso de la Unión –o en sus recesos la Comisión Permanente—, tendrían que emitir el decreto por el cual se actualizaría, efectivamente, la suspensión de derechos.

Sin embargo, pudiera suceder también que al inicio de alguna situación de riesgo, un determinado país no dispusiera de las normas para enfrentar una situación dada, o que las que tuviera fueran incompletas. En principio, ello no implicaría un problema irresoluble, pues es altamente probable que las normas que permitirían a las autoridades correspondientes emitir las que resultaren necesarias existirán, en efecto. Sería el caso de emitir una ley para destinar recursos o para ordenar acciones distintas a las que se hubieran realizado antes de sobrevenir la crisis. Importa aclarar que este tipo de normas emergentes requerirán de otras para alcanzar su completitud.

II

Y en México, ¿cuál era la situación normativa al iniciarse la pandemia por Covid-19 (de la que se notificó al mundo el 31 de diciembre de 2019)? Desde el punto de vista constitucional había dos soluciones. En el nivel que he denominado máximo, podían suspenderse los derechos humanos y otorgarle al Presidente de la República facultades extraordinarias para legislar (Art. 29). En un segundo nivel, existía la posibilidad de que el Consejo de Salubridad General de la República y la Secretaría de Salud federal dictaran las medidas necesarias para enfrentar lo que, en el lenguaje de los años en que se redactó la Constitución de 1917, se llamaban enfermedades exóticas (Art. 73, xvi).

Para desarrollar la segunda posibilidad, la Ley General de Salud permitía declarar a la Covid-19 como “enfermedad grave de atención prioritaria” y, con base en ello, generar la acción sanitaria correspondiente. Lo primero, para definir al fenómeno epidemiológico, y lo segundo para establecer las acciones a fin de enfrentarlo. Además de las disposiciones legales, existían otras normas de importancia, tales como reglamentos, acuerdos y otras normas administrativas de jerarquía semejante (normas oficiales, decretos y otras).

Partiendo de lo anterior, cabría preguntarnos si la misma normatividad ha resultado o no adecuada para enfrentar la pandemia. La respuesta es que no cabalmente. El marco general que he descrito no es robusto, porque en la Ley de Salud vigente desde 1984 las posibilidades operativas del Consejo de Salubridad quedaron muy disminuidas, tanto frente a la Secretaría de Salud como por lo que se le asignó en su reglamento. De este modo, un órgano con importantes competencias constitucionales está muy limitado para proteger a la población.

Algo similar ocurrió con la Secretaría de Salud. El órgano rector de la salubridad general de todo el país no dispone del suficiente desarrollo legal para desplegar las competencias que constitucionalmente tiene asignadas para enfrentar epidemias y pandemias, lo que se traduce en dos problemas cuando menos: el relativo a sus propias limitaciones funcionales aun en ejercicio de la acción sanitaria, y el concerniente a las posibilidades de organización de las autoridades locales –estados, municipios y la Ciudad de México— para generar un curso único y consistente de acciones preventivas y de remedio.

III

Otro aspecto tiene que ver con el uso que se ha hecho de las normas existentes. Desde mi punto de vista, y más allá de las limitaciones normativas señaladas, las principales autoridades sanitarias del país –el Consejo de Salubridad y la Secretaría de Salud— han hecho un uso inadecuado de sus competencias. Los acuerdos emitidos para enfrentar la pandemia tienen inconvenientes muy serios en cuanto a su temporalidad, materialidad, precisión y pertinencia. En algunos casos hubo retrasos importantes en la emisión de las declaraciones, que aparecieron hasta mayo o junio del 2020; en otros, era muy relativa la claridad sobre las actividades –esenciales y no esenciales—que podían realizarse; y en otros casos más, no se definió con claridad qué era lo que correspondía a la Federación hacer, y qué a las entidades federativas, como fue el caso de la determinación de a quién correspondía restringir las actividades sociales o económicas. La gravedad del problema quedó expuesta con el denominado semáforo epidemiológico. Nunca ha quedado claro quién y con qué información debía alimentarse, quién debía administrarlo, y menos aún qué acciones concretas se permitían o prohibían respecto de cada uno de sus colores.

Al momento de escribir esta contribución no existe claridad normativa ni capacidades técnicas en la acción de quienes tienen a su cargo la protección de la población mexicana por razones sanitarias. Una serie de factores han incidido resultando en el limitado cuidado de la población, lo que ha provocado la pérdida de vidas, afectaciones a la salud y daños patrimoniales. Piénsese, nuevamente, en las disputas entre las autoridades federales y las locales para determinar qué color del semáforo epidemiológico debía corresponder a cada entidad.

IV

Para terminar, señalo las medidas que a mi juicio debieran tomarse en el futuro inmediato. Desde el punto de vista normativo, se debe diferenciar entre la satisfacción del derecho a la protección de la salud en condiciones ordinarias y en las excepcionales. Es preciso recomponer el apartado de la acción sanitaria para dar mayores y más claras competencias al Consejo de Salubridad y a la Secretaría de Salud a fin de encauzar una actuación decidida ante las entidades federativas y la población en general.

En consonancia con lo anterior, es preciso elaborar un nuevo marco de competencia para el Consejo de Salubridad que pueda mantenerlo como el órgano fundamentalmente regulador que debiera ser. Se requiere visualizar sus posibilidades de actuación en situaciones como las que estamos viviendo, a fin de que pueda, efectivamente, encaminar todos los esfuerzos sanitarios que se requieran frente a circunstancias como las que nos ha tocado vivir. Desde esta concepción, la Ley General de Salud tendría que reformarse y emitirse un nuevo reglamento interior con competencias amplias y determinantes.

Se deben establecer, igualmente, los modos de vinculación entre las autoridades de los tres órdenes de gobierno, y asimismo ampliar los programas de prevención para que abarquen las epidemias y pandemias. Hasta hoy, estos programas se han dirigido a enfrentar problemas relacionados con los llamados desastres naturales –sismos, incendios, inundaciones y demás—, pero no la pandemia a la que aquí nos hemos referido. Es por ello que, en buena medida, las autoridades y los particulares –hay que decirlo— no hemos tenido la capacidad para llevar a cabo aquellas acciones que con información y entrenamiento hemos realizado de cara a otras crisis.

La pandemia por Covid-19 ha puesto de manifiesto muchas carencias del Estado mexicano. Algunas son estrictamente normativas, tanto por deficiencias de las normas existentes como por las que se crearon para hacerle frente. Otras se relacionan con las maneras como las autoridades se han perdido en la crisis sin saber muy bien qué hacer. Unas más tienen que ver con la actuación de los ciudadanos, que no terminan por confiar en sus autoridades ni de empoderarse frente a ellas.

La cuenta, hasta ahora, es lamentable. A la población mexicana no se le protegió debidamente. Las evidencias están ahí, como datos, pero también con tragedias y dolores concretos, individuales y colectivos. Ojalá que en los años en que el sars-cov-2 siga siendo un virus letal y Covid-19 su devastador efecto, corrijamos mucho de lo que hicimos mal, en términos normativos y prácticos.

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José Ramón Cossío Díaz

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